Mi iPhone y yo


vacance

Era un hotelucho pequeño en el que apenas había clientes. Durante la semana en que nos alojamos allí, sólo llegué a ver a dos o tres personas en el vestíbulo. Ignoro si se trataba de huéspedes, pero dado que en el panel de recepción faltaba siempre alguna llave, imagino que habría otros clientes. No muchos, pero sí unos pocos. Sería inconcebible que un hotel bien señalado en una gran ciudad, cuyo número recoge la guía telefónica, estuviera vacío. No obstante, esos otros clientes debían de ser terriblemente tímidos y silenciosos.

Haruki Murakami, “Baila, baila, baila.”

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La Aldeilla (Jaén)

Salí de Tokio muy tranquilo y tan contento y vuelvo ahora, aunque sea en la imaginación, arrastrado por la muerte, envuelto en la desgracia, descoyuntado por el temblor de esta tierra de la que, al fin y al cabo, lo ignoramos casi todo. Desastre es una palabra tan poco descriptiva, tan limitada en el detalle, que, pese a su peso y más allá de su primer e inevitable impacto, puede pasar fácilmente desapercibida, pero la suerte de haber vuelto sano y salvo y hace casi nada de allí, de ese Japón que al parecer se hunde, o explota o irradia de nuevo (que fea ironía) su eterna condena nuclear, me hace menos inmune de lo que querría.

Mi nombre no importa, qué duda cabe, no importa en general y menos que nunca el día en que los barcos deciden darse la vuelta y tumbarse panza arriba sobre los tejados de las casas, mientras las fotos de familia se desparraman por las calles, mezcladas con los relojes, las vajillas, y todos los recuerdos. Mi impresión es la de todos y mi asombro, el de cualquiera, y mi Japón, si es que lo hubo, está ya semienterrado.

Pero déjenme por un segundo que esconda también entre los escombros mi alegría, mis tardes tranquilas, las señoritas vestidas de dios sabe qué para una fiesta inexistente que vi una noche y luego otra en Harajuku, la confusión, el ruido y el humo de las salas de juego, la paz de los hermosos cementerios. Déjenme perder, por favor, que perder es gratis. Y ya puestos, déjenme soñar que mis amigos siguen vivos, que los muertos son otros. Así hemos conseguido vivir hasta ahora, imaginando que nos protege una suerte que seguramente no existe.

Hay desgracias de diferentes tamaños por todas partes y seguramente mucho más cerca, a mi alrededor, y algunas, tal vez, me incluyan como culpable, muy lejos de esta noble distancia de quien no es sino un mero y cumplido observador. La muerte de uno solo es también la muerte del mundo entero y siempre y de nuevo y cada vez. Por contra, la alegre vida de los demás se formula como la única salvación de lo poco que consideramos propio. Nada nuevo en realidad, no hay horror que nos cuente lo que ya sabíamos, pero es imposible, al menos para mí, perder el cariño tan aprisa, olvidar el rumor de Tokio tan de repente. Las noticias nos obligan a menudo a improvisar un dolor, y a cambiarlo a los dos días por un dolor nuevo, y por así decirlo, más urgente o más de moda. En esta ocasión, me debo al dolor de mi recuerdo y al de la gente que aprecio, no soy ya un articulista, si acaso y si prefieren, un cuentista.

Mis pequeños cuentos de Tokio, mi pequeño amor por esa tierra está entre el barro y el caos que muestran las fabulosas fotos que ilustran puntualmente este siniestro cambalache.

He de reconocer que nunca supe qué cara poner en los entierros, qué mueca forzar en la derrota, qué ánimo presentar frente a la muerte. Si escribo esto no es para contarles a ustedes nada, si acaso para contarles que no puedo hoy evitar contarles que estuve allí hace muy poco y que algunos de los que sufren eran felices, o que al menos yo los vi felices o que tal vez quise imaginarlos así.

Ahora soy yo quien quiere a Tokio.

Y pensar que alguna vez llegué a creer (tan arrogante y tan tonto era entonces) que Tokio no me quería…

Volverán, sin duda, porque la tierra y los mares (y las ideas) han demostrado que a la larga nada pueden contra la gente, y mientras tanto, por favor, una cerveza más, la última, antes de que cierre mi bar favorito, no muy lejos del parque de Shiba. Antes de que todo se vaya al garete.

No entiendo nada del mundo, pero sé que cuando quiere nos pasa por encima. Vivir debe de ser esto que, mal que bien, hacemos mientras tanto.

Por cierto, apaguen sus cigarrillos y rebajen la velocidad de sus coches a 110, no vaya a ser que no les pille la próxima catástrofe.

RAY LORIGA, EL PAÍS SEMANAL, 27/03/2011
La imagen es un cuadro de punto de cruz con la imagen de La Gran Ola de Kanagawa (Hokusai. 1823-1829) by Paula Boal

«Cualquier turista que se precie tiene que entender que ese caos que le rodea forma parte de la esencia de la ciudad. Te puede gustar o no, pero forma parte de la sangre que ha recorrido su tiempo. Yo creo que Roma siempre ha sido así: caótica, bulliciosa, llena de rincones en los que, rodeados de gente, nos imaginamos toda la belleza que la funde en un esqueleto cuyos músculos son los ojos de todos los que la habitan. El esqueleto envuelve los ojos, o lo que es lo mismo, el arte envuelve al turista, al ciudadano, al paseante que la habita.

Es una ciudad testimonio, una ciudad que es un mapa de toda nuestra cultura y es a la vez una dama vieja y cansada , harta de toda la eternidad que la corroe y la empuja con sus ojos vendados. La Roma habitable no la conozco. Yo como tú he sido un turista más. Apenas puedo contar nada de lo que se puede recoger en un montón de instantáneas recogida en una cámara de fotos. Pero conservo la sensación de que aún puedo visitarla y quedar conmovido por uno de sus innumerables tesoros»

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